Las aventuras de Deperente XLVII
Dice un estudio, que el
número de pasajeros que transportaba la línea tres del metro de Nueva York
ascendió en mil novecientos sesenta y siete a… bastantes miles (en mil
novecientos setenta y siete es de bastantes miles más). Y otro estudio muy
distinto, pero con igual rigor científico decía que el amor puede encontrarse a
cualquier edad y en cualquier circunstancia. Ninguno de estos estudios
probablemente lo leyera Justine, pero sí lo hizo Deperente, y eso le iluminó su
cerebro de aunque no lo sepa en este momento algún día lo sabré, y pudo
engarzar todos los datos que tenía sobre la mesa. En la estación de Harlem la
vio, ahora disfrazada de modesta ama de casa que vuelve de las compras, y la
vio actuar tal como él se lo había imaginado, con sutileza profesional y dotes
de artista. El hombre, como tantos otros hombres antes, cayó embaucado por la
mirada cortante y profunda de Justine que apenas rozaba con sus dedos el
bolsillo de su chaqueta hasta hacer transportar su cartera de lugar.
Como tantos hombres antes
que jamás mediaron palabra con Justine, el deambulante anónimo se perdió en la
marea humana con una sonrisa en los labios y con un peso menos en su
indumentaria. Justine se bajará en la siguiente parada, en la calle ciento
cuarenta y cinco, y recorrerá el largo pasillo de la estación, pensando ya en
la treta que fabricará
para el día siguiente, y con la esperanza de que la cartera esté llena. Pero
esta vez, dos agentes de policía la pararán en las escaleras que dan paso al
aire húmedo y frío de Nueva York. A ambos agentes, Justine los mirará con
desprecio.
Justine tenía sesenta y
nueve años cuando habló por primera vez con Deperente, y llevaba diez
trabajando en el metro, desde pocos días después de quedar viuda y desamparada,
y para sobrevivir, se pinchó en su cabeza lo que tantas veces su fiel esposo le
había repetido y repetido, “Julien, no sirves para nada, pero tus dedos tienen
la habilidad de un mago, y tus ojos son capaces de seducir al más duro
protagonista de películas en blanco y negro. Y es que Morgan siempre le decía
las palabras justas y menos esperadas para ella.
(Modisto)
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